MIGUEL HERNANDEZ, EL POETA QUE ALBOROTÓ PALABRAS, FUSILES, MONTES Y HOMBRES.
Por Martín Casalongue

Miguel Hernández Gilabert nace el 30 de octubre de 1910 en Orihuela, un pueblo del Levante español. Un pueblo, como tantos de la España feudal, dominada por nobles, curas y terratenientes. Su familia se dedica al pastoreo y al comercio de cabras. Aún niño, debe abandonar sus estudios para ir a pastar a los montes. El pastor va creciendo y se hace poeta. Autodidacta. Se sobrepone al mandato familiar y con una voluntad férrea comienza la lucha sin cuartel para llenarse de conocimiento humano. Los autores del Siglo de Oro español serán sus grandes maestros. La naturaleza que lo rodea, la vida del hombre que surge de andar esa tierra, es la inspiración para sus primeros poemas.
Luego de una corta estadía en Madrid donde el mundo literario es ajeno a la llegada del “pastor un poquito poeta”, nace su Perito en lunas. Emprende la aventura del juglar ambulante, recorriendo ferias y pueblos, recitando sus poemas.
En agosto de 1933 unos ojos negros le harán una revelación. Son los ojos de Josefina Manresa. Sus versos descubren un nuevo tema: el amor del novio que espera y desespera a su tímida muchacha. El amor que lo atormenta frente a la mujer amada que se le “muere de tan casta y de sencilla.” Porque la muchacha debe contener las ganas del hombre siempre persiguiendo una caricia, un desmayo, una boca. La sangre que se le escapa por esa mujer pronto es la tinta que hará de su poesía un irrumpir en las letras españolas. Por esa mujer Miguel ruiseñor pastor poeta palmera toro limón, por ese rayo será luminoso será tierra será barro será sangre en el correr universal potente definitivo de la sangre.
En marzo de 1934 vuelve su mirada hacia Madrid. Entra en contacto con el mundo de escritores. En casa de Pablo Neruda descubre lo más hondo del corazón de la poesía presente. En casa de Vicente Aleixandre halla la amistad duradera. La efervescencia de ese ambiente intelectual le sirve a Miguel como estímulo poderoso para su poesía. Sus contradicciones lo atormentan: por un lado Madrid y sus ansias de trascender y, por el otro, sus raíces y amores que no puede olvidar y extraña terriblemente.

La poesía se le va derramando como la leche de sus cabras. Todos los excesos de colores y perfumes de su
tierra están en él. “Es una revolución dentro de un hueso.” Su temperamento travieso y su flamante risa que
se distingue a años luz, la desmesura de sus explosiones de ser satisfecho de la vida, el gesto sombrío del
campesino desconfiado de los espejos de colores, las sencillez de las ropas, la melancolía de sus amares, la
tristeza por el drama histórico de los suyos, los quereres a más no poder, el entusiasmo imperturbable, la
impaciencia de la sangre, su ensimismamiento para escuchar el sonido del silencio, del fluir de las esencias,
de conversar con lo más intimo, de abordar lo sideral. Así se presenta el poeta a sus amigos: hecho de luz y
de sombra. Hecho de barro español a punto de parir por primera vez a la alegría.
Sus versos van tomando forma en el poemario que le dará, definitivamente, pasaporte de poeta: El rayo que
no cesa. “¿No cesará este rayo que me habita el corazón de exasperadas fieras?” En ese “labor de huracán,
amor o infierno” va creando un grito desgarrador, cortador de corazones. El rayo lo atraviesa. Es fulminan-
te. El rayo no cesará porque nació de tirones, de dolores, angustias, cuchillos hirientes. La sangre del poeta
arremete, “empuja a martillazos y a mordiscos”, “tira con bramidos y cordeles del corazón, del pie, de los
orígenes” e implora a la mujer que mire su “blusa de azafrán en celo”, que vea cómo se anda “pidiendo un
cuerpo para manchar”. Es la voz joven que parece quemar los ojos, arder los labios, estremecer las venas,tomar conciencia de nuestros propios huesos llenos de revoluciones.
Llega 1936, Miguel está dispuesto a la buenaventura. Alguien lo llevará de la mano con la ternura necesaria: Raúl González Tuñón. Está atento a las discusiones sobre los caminos de la poesía y la revolución. En las calles en los bares en las casas. Raúl ha escrito la Rosa Blindada, hay sangre de la España heroica derramada.
Llega la hora de reinvención total. España es un león, un toro que concentra “los mares bajo su piel cerrada.” En febrero del 36 el Frente Popular gana las elecciones nacionales. La España vilipendiada se levanta firme, miles de trabajadores y campesinos reclaman tierra y trabajo. La España feudal hierve, se convulsiona. España estalla en armas. El 18 de julio se produce la traición de unos generales y oficiales fascistas. La sangre comienza a correr como ríos sin encontrar cause. Los generales y sus socios de afuera y de adentro se ríen satisfechos. Miran desde lejos a la muerte. Pero lo que no ven es el león que se levanta después de tanta humillación. Lo que no ven es el toro más viril dispuesto a dar batalla hasta caer en la arena definitiva. La hora es decisiva y el pueblo español sale a la luz con un heroísmo que sacude al mundo entero. Lo que no ven los traidores es a una República que ellos mismos han transformado en puños, cantares y amares de revolución.
Miguel Hernández se incorpora a las filas del 5º Regimiento. Es enviado a cavar fortificaciones en las afueras de Madrid. Hace tiempo que ha dejado de ser pastor. Está a punto de ser protagonista de una de las gestas más heroicas del siglo XX: la defensa de Madrid. Un pueblo se prepara para la epopeya. Un pueblo desafía la arrogancia con la voluntad férrea de no sucumbir. Miles se movilizan frente al enemigo común. Madrid es el corazón del mundo. La sangre reclama la atención de todas las naciones y los pueblos todos. Los trabajadores del mundo llegan formando las brigadas internacionales.
Miguel es protagonista de ese acontecimiento. Cala en sus huesos. Está en el centro de la guerra. Es la guerra. Fue designado comisario de cultura del batallón del Campesino. Escribe para las tropas, para los desheredados de esa tierra que quieren hacerla suya de una vez y para siempre, arenga, recita sus poemas en el frente, realiza transmisiones radiales, hace accesible lo que hasta ayer no lo era. Empuña las armas. El poeta es soldado.
Es destinado como Alta voz del Frente del Sur. Entre cartas que van y vienen, entre aquellos “fragmentos de ternura, proyectados en el cielo, lanzados de sangre a sangre, de deseo a deseo”, en medio de la guerra que continúa impiadosa, Miguel Hernández y Josefina Manresa se casan el 9 de marzo de 1937 en Oriuhela.
En Valencia participa del II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas para la Defensa de la Cultura. Intelectuales de todo el mundo se solidarizan con la República. Se hermana con los hombres de otras latitudes, otras lenguas. La discusión es profunda. Qué lugar debe ocupar el arte en estos tiempos tan despiadados. La urgencia de la lucha no da tregua. Sin embargo es necesario el debate. Ellos, hombres y mujeres, deben dar respuesta a la aventura de la condición humana.
Durante su viaje por la URSS se publica Viento del Pueblo. En las trincheras los soldados escenifican sus piezas de teatro. En Valencia la Alianza de Intelectuales Antifascistas lo declara el Primer Poeta de la Guerra. El poeta hecho del material del rayo quiere ser viento para hacer volar a las banderas. Está inmerso en su tiempo como ningún otro poeta. Escribe sobre sus pasos. La vida es urgente. El precipicio es una amenaza constante. Se sumerge en el barro, sin miedo y desde allí contará la tragedia de su patria. La furia es incontenible. Hay “en su corazón una desesperación de cristales”. El viento exalta, unifica, ama, pero también es capaz del más profundos odio a los responsables de tanta muerte. La desmesura es total porque el heroísmo es inédito. La grandeza de la guerra necesita de la poesía que pueda expresarla. La pasión es extrema, la violencia no es superior a la sumisión de los tiempos feudales, la dignidad no puede ser medida por palabras huecas. Viento del pueblo es el himno de una epopeya. Canta desde las trincheras, pone la mirada en los destinos de los suyos, hacia ellos vuela. Para que la palabra sea límpida, entendida por todos, por sus camaradas, que como él vienen del campo o de la fábrica o del fondo de la tierra, bañados en sudor. Y esa palabra dicha con alegría es un fuego que engrandece todo lo que toca. La nación necesitaba un poeta a la altura de las circunstancias. La nación encuentra un hombre que es toro que es león que es viento que no ha dejado de ser rayo porque sigue siendo amor. Los poemas se expanden por el bando republicano como la sangre que ya es incontenible. En postales, recitados en las trincheras, leídos en la radio, cantados en las calles. Vuelan porque aman la libertad. La poesía y el pan son la misma cosa. El fusil y la poesía son la misma cosa. La poesía se hace más bella porque está hecha del mismo material que la carne humana.
En diciembre del 37 nace Manuel Ramón. Entonces “fue una alegría que dolió de tanto encenderse, reírse, dilatarse…”, “fue la primera vez de la alegría, la sola vez de su total imagen.” Miguel va dejando girones de su vida en las palabras. Ahora es esposo, padre, hombre completo, dichoso. Ha nacido un niño para continuar la raza: es el hijo de la luz y de la sombra. La sangre adquiere su dimensión universal. Es la que domina y erige al mundo. El poeta va a cantar la concepción que perpetúa la aventura del hombre. El acto procreador se vuelve cósmico. El hijo es una ofrenda al porvenir infinito de los cuerpos: “Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos, seguiremos besándonos en el hijo profundo. Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, se besan los primeros pobladores del mundo.” Los esposos quedarán fundidos para siempre en el hijo. Él, de sus “dos bocas hará una sola espada”, “hará que la vida no caiga derribada”. El amor de los esposos envuelve totalidades.
Pero la alegría no es definitiva. El 19 de octubre de 1938 fallece su hijo. Si el nacimiento fue llevado a la cósmica aventura, la muerte adquiere la misma identidad. Sólo pudo ser devorado por el sol, “rival único y hondo”. Su vida adquiere todo el sentido trágico que lleva su sangre. El poeta ya lo había advertido. Ha nacido “con un dolor de cuchillada.” La sangre le tira por los costados, lo derriba. “Lucho contra la sangre, me debato contra tanto zarpazo y tanta vena, y cada cuerpo que tropiezo y trato es otro borbotón de sangre, otra cadena.” La marea arrastra impiadosa, fulminante, pero Miguel nunca dirá me ha vencido.
Tanto es el dolor por los que se van en tan grande guerra, tanta la tristeza por la vida derribada, tanto va el físico maltrecho, que el pastor, el soldado, el poeta ha bajado bien hondo, bien al barro, bien profundo y se hace cada vez más sabio. La guerra se vuelve para un bando. España se va helando terriblemente. “El amor es muerte y el hombre acecha al hombre”. Da forma a un nuevo poemario. En él continúa exaltando a la vida, a la lucha, a la victoria, a la esperanza. Pero también ve como nadie, porque está metido hasta la raíz del grito, la hora que precede el fin. Y en esa hora se dan los actos más heroicos y hay que cantarlos porque mientras haya vida hay que alentarla. El poeta llama al toro, que es más toro que otras veces y más toro que en otras partes, para que se levante, se atorbelline, truene, se salve. Porque las poderosas armas del enemigo qué son, si “un cañón no puede lo que pueden diez dedos: porque le falta el fuego que en los brazos dispara un corazón que viene distribuyendo chorros hasta grabar un hombre.” El poeta canta a la grandeza que aún queda en el pueblo. El soldado sabe que faltan fusiles, hachas, martillos para resistir al enemigo. Pero igual resiste. El hombre sabe que está acechado, que “las cárceles se arrastran por la humedad del mundo, (…) buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, lo absorben, se lo tragan.”
Finalmente en marzo del 39 el fascismo toma Madrid. La guerra termina dejando un millón de muertos en suelo español. Los que le pusieron el cuerpo a la aventura de la libertad pagarán caro la osadía. Miguel Hernández debe buscar refugio. Debe escapar de las garras del franquismo. A pesar de la derrota aún debe que vivir, y vivir con alegría, con esa sonrisa ancha de campesino de piel aceitunada y corazón lleno de sol, porque lo espera su Josefina con su pequeño Manuel Miguel que ha nacido en la primer y más hermosa luna de enero.
Miguel busca refugio en Valencia. El terror domina las calles y las casas y los cuerpos. Los cuerpos hambrientos o fusilados. Todo se va cerrando con candados pesados. Deambula por la ciudad derrotada. Quiso pelear hasta la última, mísera nada de esperanza. Jamás iba a abandonar a los suyos. Tuvo oportunidades. Miguel Hernández era el poeta de la guerra, viento del pueblo, rayo de amor. ¡Qué hubiese sido de esa guerra si el poeta claudicaba! Nunca más las palabras hubiesen tenido el valor de salir a las calles. Nunca más hubieran sido confiables para el hombre. Es el trágico y maravilloso honor de la palabra escrita con sangre. Es la total convicción en la más hermosa de las creaciones humanas.
El poeta perseguido se encuentra en Huelva. Cruza la frontera hacia Portugal. Pero el olor de la libertad, de quien lucha por ella es penetrante. Los carceleros lo huelen lo persiguen, porque saben que contagia. Porque saben que es la bandera más anhelada. Es detenido en la frontera y devuelto a España franquista. En Rosal de la Frontera la guardia civil se encarga de las interrogaciones, de los insultos, las palizas, las vejaciones. Tal vez como hace unos años atrás su sonrisa “debió irritarles mucho”.

Comenzará el trance más duro de su vida. El definitivo. Pero las injusticias, el hambre,
la enfermedad y la soledad no acobardarán a este hombre. Puede hundirse más en el
barro y salir aún más límpido, más completo, más sabio, más hombre: “Herido estoy,
miradme: necesito más vidas. La que tengo es poca para el gran cometido de sangre
que quisiera perder por las heridas. Decid quién no fue herido. (…) Ay de quien no esté
herido, de quien jamás se siente herido por la vida, ni en la vida reposa herido
alegremente!”
El 18 de mayo de 1939 ingresa a la Prisión Celular de Torrijos. Nuevamente en Madrid.
Pero qué cambiada. Qué muerta. Qué helada en primavera. Las condiciones materiales
de los presos son dolorosas. Miguel no perderá el humor. Tiene esperanza de salir
pronto. Infunde esa esperanza a sus compañeros, les lee sus poemas. A su Josefina le
escribe constantemente. Son poesías que vuelan llenas de ternura, son palabras
volanderas. Le dice a Josefina “poco sabía del mundo hasta hace poco, y ahora he
aprendido demasiado.”
Le dice que no desespere, que debe vivir con la alegría y la esperanza necesarias para
que Manolillo crezca fuerte, sano. Escribe mucho. La palabra se hace esencial como
nunca. Simple. El mundo nunca vio tanto amor derramado en tan pocas palabras. El
poeta ha llegado a la médula, a la raíz. Miguel Hernández escribe sobre sus pasos, el
tiempo de la cárcel es amplio, pero su vida tiene el recorrido de un rayo intenso. Su vida
es urgente, su voluntad definitiva, su humanidad desmesurada. Ha llegado demasiado
lejos en su mirada sobre la condición del hombre y siempre andando sobre sus pasos.
La palabras son los girones de su vida andando.
En la cárcel termina su Cancionero y romancero de ausencias. Son tantas las ausencias. Es tanto el dolor. El querer es tanto. Tanto el amor. Son tantos los “cuerpos que se secan” los que “se abrazan”, tantos. “se despueblan”. Tantos los besos por darnos, de cara al sol bajo la luna.
Lo inesperado se hace realidad. Entre los amigos y refugiados de París se elabora un plan para salvar al poeta. Saben lo que el franquismo es capaz. Saben lo de Federico. Queda libre. Vuelve a los suyos. Necesita el sol del Levante, mirar alto, hacia las palmeras, caminar esos montes, amar a su Josefina, jugar con su Manolillo, visitar a sus padres. El llamado de la tierra viene de muy abajo, del fondo de los fondos, donde todas las sangres se tocan. Pero en Orihuela todos lo conocen: los amigos y quienes no olvidan las insolencias. En septiembre es detenido nuevamente. Sus paisanos le harán conocer definitivamente el dolor de la derrota. Le dice a Josefina que los señoritos no le perdonarán nunca que haya puesto su poca o mucha inteligencia, su mucho o poco corazón al servicio del pueblo, “de una manera franca y noble.” Josefina lo visita una sola vez. Miguel le pide que no vuelva. Es demasiada la humillación a la que los someten. Pasará el peor de las hambres. El hambre, de ahora en más, recorrerá impiadosamente su cuerpo y el de los suyos, será la maldición de todo un pueblo.
En diciembre del 39 es trasladado a Madrid a la cárcel del Conde de Toreno. Es condenado a muerte, la infamia es total. Los amigos se mueven rápidamente. Hay que parar a la máquina infernal. Un grupo de intelectuales falangistas, para salvarle la vida, le piden que se adhiera al movimiento, que firme un poemario con poemas que nunca escribió. La vida y la libertad dependen de una firma, de una traición. Pero qué más les hace falta para que entiendan, de una vez y por todas, que ha venido al mundo para luchar encarnizadamente por el derecho a la hermosura de la vida, la libertad de los hombres y de los pueblos, la dignidad de la aventura humana sobre la tierra. Esta vez las palabras callaron, su sonrisa, que tanto los irrita, dio la respuesta. Los amigos, los verdaderos, los pocos que le quedan, logran que se conmute la pena por treinta años.
El mundo no puede hacer mucho por el poeta. El águila negra desplegará sus alas de acero gigantes por todos los rincones de la tierra. Los neutrales sufrirán en carne propia toda la muerte española y más. La crueldad se ha instalado. La cárcel y la muerte marcarán la hora de los tiempos. La guerra será completa. “Tristes, tristes los hombres que ya no mueren de amores.”
Comienza la peregrinación por las cárceles franquistas. De Madrid lo trasladan a la prisión Provisional de Palencia. De Palencia nuevamente a Madrid, luego a Ocaña donde lo incomunican durante 25 días. “Sigo haciendo turismo” le dirá a Josefina. Por fin consigue que lo trasladen a Alicante. Está cerca de los suyos. Hace más de un año que no ve a su mujer y a su hijo. Las cartas van dando imagen de este amor que no encontrará nada que no pueda trasformar en amor. Miguel sigue firme aferrado a la vida. Dará batalla hasta el final. La cárcel será “un provechoso curso de humanidades.”
Josefina estará siempre ahí, estoica, en el frío en el hambre en el trabajo pesado en crecer con su hijo. Caminará entre el polvo en la nieve bajo la lluvia para que Miguel mire el sol a través de sus ojos negros. Para que el pan acariciado por sus manos combata la furia del hambre. Contiene las lágrimas que se le escapan pesadas. Josefina tiene 26 años y ama terriblemente a un hombre del cual no heredará ni una moneda pero sí el más respetado de los corazones humanos. Por hermoso, por tierno, por bravo. No heredará ni una moneda, “heredará honra”.
El cuerpo va maltrecho, las enfermedades no le dan tregua. Las ganas de salir no se le quitan. La tuberculosis hará de su cuerpo una nada de sombras entre trapos y sábanas. Los carceleros no le darán es traslado a un sanatorio. Miguel tiene unas ganas terribles de vivir. Los carceleros han sellado la puerta: “Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero. Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma. Son muchas las llaves, muchos cerrojos, injusticias: no le atarás el alma.”
El 28 de marzo de 1942 a tres años de finalizar la guerra, a los 31 años de edad, en Alicante donde “
cada palmera se disputa la soledad suprema de los vientos” muere Miguel Hernández. Josefina y su
niño están a su lado, estoicos, con una tristeza infinita, con una infinita luna de llanto. Están a su lado
llenos del amor del poeta que alborotó fusiles palabras montes y hombres.
Pasarán las vidas los cuerpos los siglos los soles, pasarán las guerras y los amores, pero Miguel
Hernández estará aquí como un rayo de amor de luz y sombra, acariciado por el barro, será el más
tierno y el más tumultuoso de los vientos. Será un corazón desmesurado. Será el más hermoso testigo
del tiempo en que un “pueblo ha gritado ¡libertad!” y entonces “vuela el cielo.” “Las cárceles vuelan.”
